Hacer cosas nuevas o las mismas de un modo nuevo es innovar, salir de nuestra propia zona de confort. Arriesgarnos. Desprendernos de ataduras que impiden navegar y explorar rumbos nuevos a nivel personal o profesional.
Todo esto seremos capaces de hacerlo cuando hayamos experimentado desde niños el aprecio que el amor proporciona. En primer lugar el amor de los míos, de mis padres. El amor que hace que yo sea único para ti y tú único para mí sin, por eso, ser excluyente ni exclusivo.
“La autoestima bien enraizada en la seguridad que me proporciona el conocimiento de quien soy, del valor que porto sin haberlo buscado. Ser el mejor regalo para los que me aman, un regalo nunca pedido, sobre todo en los ojos de la madre.”(El yo y sus metáforas)
Ser amado por quien soy, ese ser único e irrepetible no intercambiable, ese alguien para alguien. Ese alguien percibido en los ojos de mi madre que cuando me mira, con su mirada expresa ¡Qué bueno que existas y a mi lado!
Ser valorado en lo que hago manifestación de esa libertad personal cuajada en cada decisión, en el hacer y en el relacionarme. Saber esperar, estar a mi lado en el proceso, corregir la conducta del aprendiz respetando su ritmo y sus brillos. Valorar los resultados en su justa medida y esperar de mí mi mejor versión sin expectativas falsas.
Ser aceptado en mi singularidad sin posible clonación. Con mis luces y mis sombras que hacen de esa combinación una obra de arte sin cotización posible. Un carácter pulido día a día, autonomía para hacerlo a mi ritmo. Una personalidad dinámica al servicio de una misión común.
Vivimos en gerundio con la sonrisa del niño fascinado en crecer y aprender, arropado con la mirada y la sonrisa del aprecio de los que le aman sin dependencia. La mirada amorosa, la sonrisa franca pone luz en su interior y le ayuda a descubrir su identidad afianzando su seguridad.
La mirada del amor limpio pone en mis pies el ritmo del viento que acaricia y la paleta de colores que da forma a mis sueños.